Sintonía con el espacio y la materia
Por Rodolfo Andaur para Revista Arte y Crítica
Normalmente, cuando asistimos a una exposición, tratamos de fijar nuestra atención en ciertos objetos o en la sinuosidad de las instalaciones. Y por lo general estos objetos y formas configuran un espacio de neutralidad que, comúnmente, genera una momentánea, pero estrecha relación entre obra y espacio.
En algunos proyectos de artes visuales, el espacio se ha transformado en un aspecto que genera recónditas interrogantes sobre la praxis del artista. En este sentido, para Heidegger, el espacio tenía que ver con la relación de los objetos con los que el artista construye y habita. Objetos que, más allá de resignificar lo cotidiano, repercuten sobre su estado conceptual. Por eso, ciertos criterios con los cuales nos envuelve el arte contemporáneo, nos conducen al cómo y por qué se instala ese espacio para el objeto. Y como vemos, esos espacios pueden ser secularizados por su aspecto técnico o contexto, para que el artista simplemente quede desencajado en su hábitat.
Los artistas son exigentes, pero exigentes frente a la experiencia que demanda el espectador. Y es esa la exigencia con la que el artista transforma el espacio expositivo y controla su peregrinaje. Pero el espacio es un laboratorio hierático, donde la exposición de María Gabler “Lo posible, lo real y lo necesario”, presenta una atmósfera de objetos funcionales pero sin un cometido evidente. Una propuesta que dispuso en un espacio, piezas hechas con distintos materiales (cera, plasticina, metal, vidrio y plumavit) que una vez allí instaladas, generaban la disposición de figuras rectas así como también frente a otras moldeables.
No obstante, en las artes contemporáneas, la manera de crear es una liturgia de elementos que pierden su función: deslocalización del objeto proyectado. Frente a esta cita a la espacialidad, el discurso presenta la reformulación del espacio en relación al objeto y no del objeto en relación al espacio.
¿Pero cómo actúa la espacialidad frente a la forma?
Sabemos que existe una diferencia entre tiempo y espacio. El espacio también expresa cambio, como el cambio de posición. El objeto que es materia existe y se mueve a través del espacio. Pero la cantidad de maneras en que esto puede suceder es infinita: adelante, atrás, arriba o abajo, o en cualquier medida. El movimiento en el espacio es reversible. El movimiento en el tiempo es irreversible. Son dos maneras diferentes de expresar la misma propiedad fundamental de la materia: el cambio. Este es el único absoluto que existe.
Y en esta ocasión, esa espacialidad de las formas allí diseminadas y encajadas generan una armonía con la luminosidad que obstaculiza la obra. Porque después de ese intenso cálculo al espacio, éste en su conjunto, obstruye lo que quieren decir los objetos. Por un lado, la luz es intensa y, en otras partes, oscurece el lugar. Así, los objetos se transforman en estelas infinitas en un mismo espacio. La exposición no tiene un término sino una proyección.
De esta forma, cuando observamos los objetos, diagonales y verticales de María Gabler, nos parece estar contemplando ese espacio como una maqueta. Entonces, sus preceptos creadores sentenciosamente no pretenden más que subrayar lo posible, lo real y lo necesario. Ella pavimenta un camino vulnerable, que nos lleva a esos estatus físicos de su propuesta que exalta nuestra experiencia. Porque los objetos en el espacio no se mueven, sino que se sitúan. Y son dispuestos en el lugar por el acto corporal de la artista que despliega una semblanza de su praxis.
María Gabler gesta una arquitectura de espacios comunes pero hacia la inflexión misma de un espacio desconocido hasta ahora. Porque es desde la misma obra donde se materializa la configuración de su sintaxis. La esencia de la obra y su talante en la cultura de las exposiciones enfrenta al destino de su misma historia.